Todos los días a la misma hora. El mismo recorrido. El mismo colectivo de la línea 56. La cantidad de gente. La misma gente. La gente. Las señoras con tacos, pidiendo el asiento. Qué bronca le daba. Los señores con traje. Lo nenes con guardapolvo o uniforme. Los demás, que siempre van a algún lado pero ella no sabía a dónde, y en su cabeza se creaba historias de cada uno que veía subir.
Solía tener una musiquita que la acompañaba todo recorrido, una musiquita interna. Tal vez era Spinetta, no es seguro. Y su libro Cortázar todo marcado, y escrito, y los tipos mayores de 40 años que a veces le clavaban la mirada mientras leía. Pensaba mucho. Demasiado. No entendía por qué las distancias. Ni tenía idea dónde terminaba el recorrido, no entendía porque algunos se bajaban antes y otros después. No entendía el significado de la palabra colectivo. Muchas personas juntas, ninguna se conocía. Siempre se sentaba atrás, para ver el paisaje de carne y huesos, y sus caras de cansancio.
Del otro lado estaba él. Siempre lo veía y lo miraba con cariño. Se preguntaba dónde subiría porque cada vez que subía, él ya estaba sentado, con cara de ansiedad por llegar. Siempre quiso hablarle, pero había gente en el medio. Gente malhumorada, los tacos.
Él quería escapar, le molestaba mucho tener que sentarse todos los días en el mismo asiento del mismo colectivo del mismo recorrido de la misma línea de las mismas caras del mismo todo. Le molestaba que vehículo pare a cada rato. Quería que despegue. O que se rompa o que choque, algo que lo lleve a la aventura. No tenía un asiento fijo en el cual sentarse pero había probado todos o casi todos, o al menos más que ella, qué sólo le importaba sentarse atrás y no veía nada más. Él ya había encontrado su lugar perfecto, y no quería volver a probar los otros asientos. En este podía ver por la ventanilla, y dormir. Hoy intentaba eso, pero ella, subió rápido porque tuvo que correr el colectivo y se sentó al lado de él. Lo despertó y empezó a hablarle, sabía que él le daría la respuesta a sus pensamientos.
-Al fin nos sentamos juntos. Le dijo
- Sí, vos viajás todos los días acá, ¿no? Le respondió con cierta actitud insegura.
- Sí, por suerte o por desgracia. Pero veo que vos tenés más tiempo que yo en esto.
- Sí, muchos kilómetros acá arriba.
Pasaron dos horas, y no se dieron cuenta que el viaje continuó más de lo normal. Hablaban y hablaban. De repente subió chico de unos 19 años, vendiendo discos “truchos” con un grabador, y haciéndolos sonar. Se escuchaba, de fondo algún tema de Calamaro, esos viejos de la década de los 80. Ella lo tarareaba en su interior y él cantaba. Se miraban y se reían y a pesar que se llevaban veinte años, parecía que no había distancias.
De repente, el paisaje que se iba para atrás y era devorado por la ventanilla quedó en su lugar. Alguien puso pausa. La imagen externa se volvió helada. Se paró el tiempo.
Las personas empezaron a insultar. -¿Hay que bajarse? Exclamó un joven abriendo sus ojos y sacándose los aparatitos de sus oídos. La gente, apesadumbrada comenzó a descender para reacomodarse en otros colectivos. “Bajen todos, me quedé sin motor” exclamó el chofer, con una voz que expresaba su cansancio. El cansancio de toda una vida y mucho viaje.
Entre ellos se rompió algo. Un motor que dejó de funcionar, los arrancó de sus asientos. Bajaron entre medio de todos y se sentaron en el cordón. Sabían que iban a tener un largo rato ahí. Él buscó desesperadamente su caja de Marlboro, y ella miró a su alrededor, en especial al chofer, con quién se saludaban todos los días amablemente.
Todavía no pasaron más de dos horas. Ni siquiera un minuto más. La conversación fluida de ambos se volvió monótona. Mientras el fumaba, y ella agarraba algo para leer, se pusieron a mirar el colectivo que tenía la puerta de atrás abierta, y a su lado el colectivero intentando parar a sus compañeros para reacomodar a los pasajeros. Pero nadie paraba. De fondo, en un bar se escuchaba el partido de boca. Seguían mirando el colectivo pero cada con más atención. ¿Cómo podían ir todos juntos, y entre cada uno había un destino diferente?
Él le dijo que pesar que quería llegar le gustaba esa situación, algo que lo saque de su vida habitual por un rato, pero que no podía parar de mirar al colectivo. Ella le dijo que estaba pensando en el chofer, y se había dado cuenta que él tenía dos destinos, el de partida que después se convertiría en llegada y viceversa. Le daba lástima ver su cara de sufrimiento por el motor. Ella no entendía y él la entendía.
De pronto, el chofer anunció que venía otro 56. Repleto. Se apuraron a subir. Ella se quedó abajo, mirando. Y él la saludo desde la ventanilla. Iba a llegar más rápido. Ella iba a llegar. Él la observó. Quería recordar cada detalle. El color de su remera, su libro marcado, su pelo, su mirada, su silueta, la imagen difusa. Ahora un punto.
Solía tener una musiquita que la acompañaba todo recorrido, una musiquita interna. Tal vez era Spinetta, no es seguro. Y su libro Cortázar todo marcado, y escrito, y los tipos mayores de 40 años que a veces le clavaban la mirada mientras leía. Pensaba mucho. Demasiado. No entendía por qué las distancias. Ni tenía idea dónde terminaba el recorrido, no entendía porque algunos se bajaban antes y otros después. No entendía el significado de la palabra colectivo. Muchas personas juntas, ninguna se conocía. Siempre se sentaba atrás, para ver el paisaje de carne y huesos, y sus caras de cansancio.
Del otro lado estaba él. Siempre lo veía y lo miraba con cariño. Se preguntaba dónde subiría porque cada vez que subía, él ya estaba sentado, con cara de ansiedad por llegar. Siempre quiso hablarle, pero había gente en el medio. Gente malhumorada, los tacos.
Él quería escapar, le molestaba mucho tener que sentarse todos los días en el mismo asiento del mismo colectivo del mismo recorrido de la misma línea de las mismas caras del mismo todo. Le molestaba que vehículo pare a cada rato. Quería que despegue. O que se rompa o que choque, algo que lo lleve a la aventura. No tenía un asiento fijo en el cual sentarse pero había probado todos o casi todos, o al menos más que ella, qué sólo le importaba sentarse atrás y no veía nada más. Él ya había encontrado su lugar perfecto, y no quería volver a probar los otros asientos. En este podía ver por la ventanilla, y dormir. Hoy intentaba eso, pero ella, subió rápido porque tuvo que correr el colectivo y se sentó al lado de él. Lo despertó y empezó a hablarle, sabía que él le daría la respuesta a sus pensamientos.
-Al fin nos sentamos juntos. Le dijo
- Sí, vos viajás todos los días acá, ¿no? Le respondió con cierta actitud insegura.
- Sí, por suerte o por desgracia. Pero veo que vos tenés más tiempo que yo en esto.
- Sí, muchos kilómetros acá arriba.
Pasaron dos horas, y no se dieron cuenta que el viaje continuó más de lo normal. Hablaban y hablaban. De repente subió chico de unos 19 años, vendiendo discos “truchos” con un grabador, y haciéndolos sonar. Se escuchaba, de fondo algún tema de Calamaro, esos viejos de la década de los 80. Ella lo tarareaba en su interior y él cantaba. Se miraban y se reían y a pesar que se llevaban veinte años, parecía que no había distancias.
De repente, el paisaje que se iba para atrás y era devorado por la ventanilla quedó en su lugar. Alguien puso pausa. La imagen externa se volvió helada. Se paró el tiempo.
Las personas empezaron a insultar. -¿Hay que bajarse? Exclamó un joven abriendo sus ojos y sacándose los aparatitos de sus oídos. La gente, apesadumbrada comenzó a descender para reacomodarse en otros colectivos. “Bajen todos, me quedé sin motor” exclamó el chofer, con una voz que expresaba su cansancio. El cansancio de toda una vida y mucho viaje.
Entre ellos se rompió algo. Un motor que dejó de funcionar, los arrancó de sus asientos. Bajaron entre medio de todos y se sentaron en el cordón. Sabían que iban a tener un largo rato ahí. Él buscó desesperadamente su caja de Marlboro, y ella miró a su alrededor, en especial al chofer, con quién se saludaban todos los días amablemente.
Todavía no pasaron más de dos horas. Ni siquiera un minuto más. La conversación fluida de ambos se volvió monótona. Mientras el fumaba, y ella agarraba algo para leer, se pusieron a mirar el colectivo que tenía la puerta de atrás abierta, y a su lado el colectivero intentando parar a sus compañeros para reacomodar a los pasajeros. Pero nadie paraba. De fondo, en un bar se escuchaba el partido de boca. Seguían mirando el colectivo pero cada con más atención. ¿Cómo podían ir todos juntos, y entre cada uno había un destino diferente?
Él le dijo que pesar que quería llegar le gustaba esa situación, algo que lo saque de su vida habitual por un rato, pero que no podía parar de mirar al colectivo. Ella le dijo que estaba pensando en el chofer, y se había dado cuenta que él tenía dos destinos, el de partida que después se convertiría en llegada y viceversa. Le daba lástima ver su cara de sufrimiento por el motor. Ella no entendía y él la entendía.
De pronto, el chofer anunció que venía otro 56. Repleto. Se apuraron a subir. Ella se quedó abajo, mirando. Y él la saludo desde la ventanilla. Iba a llegar más rápido. Ella iba a llegar. Él la observó. Quería recordar cada detalle. El color de su remera, su libro marcado, su pelo, su mirada, su silueta, la imagen difusa. Ahora un punto.