martes, 27 de mayo de 2008

Bordó

Esa mañana me aterré. Cuando me fui a lavar la cara, levanté mis manos y estaban sangrando. Todas cortadas y chorreaban sangre. No sabía qué hacer. Me lavaba las manos y seguían sangrando.
Ardor. Mucho ardor. Una hora de ardor. Dolor quizás, pero me ardía más. Así estuve dando vueltas por mi casa chorreando la sangre que salía de mis manos. Sabía que si llamaba al médico iba a manchar el teléfono que era nuevo (lo cual traería un problema) y no quería dejar marcas de mi hemorragia. Si mi familia se enterara se desesperaría. Pero no deseaba tampoco eso. Tranquila y despacio fui a buscar un trapo a la cocina, que rápidamente se tiñó de rojo. Lo peor de todo es que siempre me dio impresión la sangre, desde chica. Cuando me voy a hacer un análisis de rutina, las enfermeras se ríen porque miro para otro lado cual niña que le tiene miedo al pinchazo. Pero no le temo al pinchazo, sino a la sangre, no me gusta verla. Es muy… bordó. Pero ellas, las enfermeras, se sienten tan poderosas por tener su aguja en mano, y los trajes blancos. Por supuesto, sus guardapolvos no se tiñen de colorado como mi trapo.
Seguí dando vueltas, pero me di cuenta de algo. Algo que me aterraba hace mucho y que me exasperaba más que el ardor del momento. Me estaba vaciando. El sangrado no cesaba y yo me vaciaba, me quedaba sin nada adentro, me estaba convirtiendo en un cuerpo sin llenar. ¿Y ahora cómo me llenaba? Si tomaba agua después la iba a orinar, no era lo mismo. Necesitaba buscar la forma de llenarme. No quería ni llorar, porque las lágrimas iban a acelerar el proceso de vaciamiento. No quería vaciarme, porque la sangre era un poco yo, y ahora una parte de mi iba estar ensuciando la casa y después se iba a secar y alguien la iba a limpiar; y yo me quedaba vacía. Y en este marco, mi sangre pintaba el ambiente.
El vacío ya era grande, necesitaba hacer algo. Decidí pedir ayuda médica. Agarré teléfono, que finalmente terminó machado. Y llamé. No sabía qué decir, para que el médico me entendiera. Si decía “doctor, me estoy vaciando” seguro me respondería “llénese” o “debe estar anémica vaya a hacerse un análisis de sangre”. Ya había mucha desparramada para analizar, si pasaba eso. Pero al fin y al cabo me atendió su secretaria y me dijo que no estaba, que si quería que pidiera un turno. Yo le comenté que era una emergencia, que lo tenía que encontrar. Pum. Me cortó. Estaba un litro más vacía.
Amigos, tenía que recurrir a ellos. Yo siempre estoy para ayudarlos cuando me vienen con sus dramas de mal de amores, familias, estudios, etc. Si les explicaba lo que me pasaba seguramente iban a venir a salvarme y llevarme a algún lugar donde me pudieran curar y llenar. Llamé al primero. No atendía nadie. Llamé al segundo, me daba ocupado. El tercero, me atendió la madre y me dijo que se estaba bañando. El cuarto, finalmente me atendió.
-Hola, tenés una voz rara, ¿qué te pasa?- Me preguntó con cierto tono de voz que indicaba preocupación.
- Me sangran las manos, no sé que hacer- Respondí.
- Dale, vos siempre con tus chistes, ¿cómo te van a sangran las manos?-
-Sí, me estoy vaciando.
Me dijo que no sabía que hacer, que tendría que consultar a alguien que sepa. Me dio a entender que me estaba volviendo loca, pero me seguía vaciando. Mi cuerpo cada vez respondía menos. Estaba pálida, algo mareada. Mis amigos no atendían, ni me entendían. Eso me vaciaba más.
Empecé a pensar el por qué de las cortaduras en mis manos y por qué mi sangre se iba de mi cuerpo. Yo siempre cuidé tanto mis manos, tengo algún que otro callo por la lapicera. Nunca tuve las uñas largas porque toda mi vida toqué el piano. Tengo manos resistentes por eso, manos que tienen que tener la fuerza suficiente para tocar las teclas en invierno cuando estaban heladas. Para destrabarlas cuando el piano estaba desafinado. Manos que se quemaron varias veces con agua caliente. Debían resistir cualquier cosa, y no convertirse en un orificio donde mi sangre pudiera evacuar con tanta velocidad.
Debo ser sincera, yo ya veía alguna que otra cortadura en ellas, pero no le di mucha importancia. Nunca pensé que iba a pasar esto. A decir verdad las cortaduras eran cada vez más grandes, pero no tenía tiempo para ocuparme de ellas. Las otras partes de mi cuerpo también tenían que funcionar, no podía ocuparme solamente del conjunto de dedos. Sabía que en parte era mi responsabilidad, pero odiaba tener que admitirlo. Quería echar culpas. Pero no tenía a quien, y el vacío me estaba haciendo perder fuerzas.
Finalmente me vacié. Completamente. El sangrado cesó, y ahora ando sin nada adentro. Un médico me trataría de loca y me mandaría al psiquiatra, me diría que sangre tengo. Sí, debo tenerla, pero ando por la vida vacía. Eso sólo yo lo sé.

viernes, 23 de mayo de 2008

Cata-cata-ratas

Todavía no había vuelto del sur (y aún no lo hice) y ya estaba planeando mi próximo viaje. Quería conocer las cataratas, todo el mundo me había dicho que el agua que a caía, lo hacía de tal forma, que te salpicaba en la cara y las gotas funcionaban de lágrimas. No era necesario hacer fuerza para llorar.
“Estoy sacando números, pero sácandolos”, le dije a mi amiga Dana tres semanas antes de irnos. Y así fue, emprendimos nuestro viaje.
Misiones me pareció una provincia copada, a pesar de haberla visto más desde arriba de un micro que desde abajo. Por suerte, y hoy en día puedo decirlo con tanto entusiasmo, el micro se quedó muchas horas. Qué lindo fue esperar con el calor agobiante en el pasto. Estuvo bueno, y si tendría que repetir el viaje, me volvería a quedar en la ruta 14 (creo que es). Cuando leí el texto de Caparrós, no pude evitar acordarme ese viaje. La tierra roja, “es tan espectacular” me decía Flor, una amiga. El verde, las subidas, las bajadas, ese camping copado en el que caímos. La lluviecita, y mis zapatillas que aún hoy siguen coloradas. La tapa de mi termo que se perdió en la selva (y todavía me duele), los turistas, los no turistas, los guaraníes vendiéndote artesanías que las podés encontrar en cualquier parte del país. Por eso lo único que compré fue yerba, aunque después me enteré que esa misma vendían acá. Igualmente los artesanos se hicieron el día con mi amiga.
Me quería tirar por el salto. Cuánta potencia había ahí. Debe ser el mejor lugar para suicidarse.
“El salto –la caída.
El salto fuerza:
el marrón se hace blanco.
La caída.”
Esas palabras resumieron todo lo que sentí en ese momento Agua y mucho agua, que te salpica. Después llovió, como era de esperarse en un clima subtropical, también más agua. Y mates calentitos, en el quincho, nuestra carpa color borgoña. El mejor enchastre.
Al otro día calor, toc toc, yerba, mate, sanguchitos, mochila, y la vuelta a la ciudad. Y hoy este tal Caparrós, me hizo acordar eso y mucho más.
Acá les comparto un poco de mi viaje.

viernes, 2 de mayo de 2008

Primer Manifiesto Surrealista (fragmento)

"Ordenen que les traigan con qué escribir, después de situarse en un lugar que sea lo más propicio posible a la concentración de su espíritu, al repliegue de su espíritu sobre sí mismo. Entren en el estado más pasivo, o receptivo, de que sean capaces. Prescindan de su genio, de su talento, y del genio y el talento de los demás. Digan hasta empaparse que la literatura es uno de los más tristes caminos que llevan a todas partes. Escriban de prisa, sin tema preconcebido, escriban lo suficientemente de prisa para no poder refrenarse, y para no tener la tentación de leer lo escrito. La primera frase se les ocurrirá por sí misma, ya que en cada segundo que pasa hay una frase, extraña a nuestro pensamiento conciente, que desea exteriorizarse."
André Bretón


Uno de mis tantos problemas: el tener que escribir sobre algo determinado, con un sentido determinado. Tengo ideas que fluyen en mi cabeza pero cuando me tengo que poner a escribir, se me pone todo en blanco. O no me gusta lo que escribo, no le encuentro la vuelta.
Justo encontré este fragmento del Manifiesto Surrealista de André Bretón. Creo que seguir un poco lo que dice ayuda. La escritura suele ser un proceso, a veces más largo y otras más corto. Quizás mi problema esté en que quiero volcar ese proceso terminado, salteando los demás pasos. Siguiendo la metáfora del viaje sería como partir y llegar a destino sin haber viajado.
A veces me pasa también, que tengo ganas de escribir y no sé qué. Acá sirve también lo que dice Bretón, hay que empezar a escribir y dejar que lo que estaba en mi cabeza se materialice. No importa si queda desconectado, incoherente. Eso se arregla después. Pero ayuda a escribir.
También hay que permitirse imaginar, hasta donde más se pueda. Ayer encontré y miré un corto por acá (que lo puse al costadito del blog) que se llama El Viaje. Hay que imaginar, viajar hasta donde más se pueda, como lo hacen los nenes. Eso ayuda a escribir. ¿O la escritura ayuda a seguir imaginando? Me quedo con la segunda.

jueves, 1 de mayo de 2008

Crónica Bafici

Salí de mi casa el sábado alrededor de las dos y media de la tarde. Había un sol otoñal, esos que te habilitan a pasear y no a quedarte adentro haciendo nada o en su defecto estudiando. El destino de la salida sería el Festival de Cine Independiente. Me tomé el 56, saludé al conductor y empecé a buscar entre varios asientos vacíos el que esté más atrás así no se lo tenía que dar a nadie. Finalmente terminé en la hilera del fondo al lado de la ventana, tenía una vista perfecta de las cabezas moviéndose según el principio de inercia.
Como no suelo andar mucho sola, esta vez Paula, una de mis mejores amigas, iba a ser mi acompañante. Al igual que siempre que salimos intentamos coincidir en el colectivo. Ella se lo toma unas 10 paradas después. Logramos encontrarnos. A esa altura, el colectivo ya estaba lleno de gente con caras de fin de semana, más relajadas, con ropa de pasear, con sus celulares en las manos enviando mensajes para seguramente avisar que ya estaban en viaje hacia sus destinos. Subió con una sonrisa que acentúa sus hoyuelos, supongo que es por la felicidad que le da tomarse el colectivo correcto. Se acercó a mí, me saludó, hablamos unos instantes. Mencionó algo de un enojo con la vida que necesitaba canalizar en ese momento y me pidió que no le hable por cinco minutos. Paula tiene esas cosas, así que aproveché para anotar algo en el cuaderno que llevo siempre.
Al lado mío había un chico, que me miraba, yo creo que porque le resultaría conocida del barrio. Yo sabía que era el chico que trabajaba en la librería. Así que anoté: “el chico de mi izquierda me está mirando”, se rió –supongo que lo habrá leído- y volteó su cabeza. Creo que le llamó la atención que esté anotando cosas. La gente suele ser curiosa.
El viaje hasta la línea E (Plaza de los Virreyes) se me hizo rápido. El recorrido en subte también. Siempre está bueno tener a alguien con quien hablar mientras tanto. Nos preguntamos ambas si teníamos la referencia de alguna película para ir a ver, yo propuse elegir al azar y luego me empecé a fijar en esos simpáticos y esquemáticos carteles del subte, qué combinación tendríamos que hacer. Sí, el Abasto nos queda bastante a trasmano. Pero por suerte disfruto mucho el viaje en subte. Me gusta pensar que me muevo debajo de la tierra y arriba mío miles de pisadas y de ruedas pasan. Y miro por la ventanilla y veo todo negro. Es muy loco.
Sabía desde que había bajado las escaleras en la primera estación, pasando por las combinaciones hasta llegar a Carlos Gardel, que ya estaba metida en otro mundo. Por tal motivo, no pude evitar pensar y comentarle a Paula ese texto de Beatriz Sarlo, que habíamos leído en la secundaria, en el cual se pensaba a los shoppings como grandes naves espaciales en las que no teníamos referencia del mundo exterior (temperatura, clima, etc.). Ella, telepáticamente pensó lo mismo y mostró de nuevo sus hoyuelos y ambas coincidimos que el hecho de entrar directamente del subte al Abasto era algo “mágico”.
Finalmente, ingresamos. Grandes publicidades a nuestros costados de gente muy linda, o muy rubia, o con muchos ojos celestes. El pasillo que va de la estación a la entrada del abasto parecía un desfile y las publicidades eran el público. Nosotras las mirábamos y ellas nos miraban. Nuevamente me sentí observada. Cuando estábamos adentro, nos sentíamos perdidas. Había mucha gente y el lugar es muy grande. Así que recurrimos a la señalética para buscar los cines.
No teníamos idea qué íbamos a ver, ni si quiera agarramos el programa porque aún no habíamos ubicado el gran stand del Bafici, igualmente aún manteníamos la decisión de elegir al azar. Por suerte, no había mucha gente a esa hora, así que salteamos el largo laberinto de cintas negras para llegar al oscuro lugar donde está la boletería (que da tantas vueltas que la hace inalcanzable) y vimos que teníamos para ver en la próxima hora dos películas. Debíamos elegir por los títulos: una tenía uno más abstracto y otra uno más figurativo. Mientras mostrábamos nuestras libretas para tener los merecidos descuentos en las entradas, optamos por el título “más llamativo”: “El Sueño del perro.”
***
Llegamos tarde. La película no había empezado pero ya se estaban proyectando imágenes. De bajo mío, en hilera había una escalera de luces rojas, y la oscuridad era casi absoluta. Teníamos que seguir el camino iluminado, que en mi opinión no sirve de nada si es para ubicarte. Tenía los pochoclos grandes en la mano –esos que por unos centavos más siempre “conviene” comprar y son un poco más grandes que los grandes- se los pasé a Paula porque pensé que ellos y yo íbamos a terminar viendo la película desde el suelo junto a las simpáticas y tan orientadoras lucecitas.
Afortunadamente, alguien que trabajaba ahí en la sala nos ayudó a ubicarnos con su linterna. Nos sentamos bien adelante del lado derecho, ahí donde nunca nadie elige lugar. Esos lugares están ahí, no para ser elegidos sino a disponibilidad de los impuntuales.
A mi izquierda había un señor de unos 50 años, bien vestido, con un perfume característico de su género, que miraba. Otra vez alguien miraba mi mirada. Creo que le molestaba el ruido que estábamos haciendo. Lo observé y ambos dirigimos nuestros ojos hacia la pantalla.
La película era, para mi gusto, muy lenta. Me llegó a resultar aburrida. Igualmente me hizo recordar un viaje de un fin de semana a San Pedro que hicimos con mi amiga porque había imágenes de un río que creo que era el Paraná. Se lo comenté y asintió con su cabeza sin dejar de mirar la proyección e intentando situarse en ella.
Empecé a observar a mí alrededor. Había gente que dormitaba. Paula comía pochochos casi adictivamente. El señor de al lado nos seguía viendo. Tenía ganas de ofrecerle pochoclos, porque su mirada no me incomodaba, de hecho, yo también lo miraba y mi amiga me decía que deje de hacerlo.
Destapaba mi muñeca a cada rato para ver la hora, quería que termine la película ya pero no quería levantarme antes. Mucha gente lo estaba haciendo, por lo que me dio la sensación de que no era la única que se estaba aburriendo.
Paula seguía comiendo pochoclos. En un momento me dijo “basta” y los puso en el piso. Pero siguió agarrándolos de ahí y nos empezamos a reír. Creo que estuvimos así hasta el fin de la película.
“-¿Aplaudimos?”, me preguntó. “No creo que a nadie le haya gustado.” Empezaron los aplausos acompañados con caras de satisfacción, de seguridad, de contemplación. No lo podía entender. Antes dormían. Ahora aplaudían. Creo que eso es un poco de lo que tiene el cine independiente.
Se prendieron las luces, y preferimos quedarnos sentadas porque estábamos cómodas. Eran muy suaves las butacas. Nuestro señor ya se había ido.
Afuera de la sala, se juntaron muchas personas amontonadas con papelitos blancos en las manos y lapiceras. Me exasperan los tumultos de gente, me siento ahogada, asfixiada. Busqué la primera salida que encontré que me condujo a una rampa y escapé por ahí.
****
Después de la película quedé o quedamos, mejor dicho, embobadas. Tontas. Un conjunto de barbudos por todas partes. Debo aclarar que tengo cierto fetiche con los barbudos. Y ahí estaban ellos, con barbas de todos los colores y tamaños. Para elegir y degustar.
Era un conjunto de esnobs, que en su mayoría caminan en grupo. Andaban así, medios perdidos por la vida. Con su mirada a cualquier lugar, no te registran. No me observaban. Pero por otro lado me molestan, son soberbios, caminan empujando al aire. Por suerte estaba con Paula, que tenemos un gusto muy parecido. Sólo que ella los prefiere más maduros. De hecho, en un momento quedó impactada por un señor que se parecía a Padro Aznar, su amor imposible.
Nos sentamos en los banquitos que están en el primer piso a ser de espectadoras de una gran vidriera de gente linda. Nos convertimos en las publicidades de la entrada y ahora nosotras observábamos como si estuviéramos pintadas. En ese momento me sentí una tonta. Ahora que escribo esto me siento igual. Miraba gente en exhibición.
Me llamó la atención la cantidad de cintas rojas que sostenían credenciales de prensa. Eso también se mostraba. Podía sentir cierta sensación de poder de quien las llevaba colgando. Yo también quería una para que ella me sacara a pasear por el Abasto y se luzca conmigo. Empecé a jugar mentalmente. Siempre hago juegos solitarios, será porque soy hija única. El juego consistía en contar cuántas cintas rojas encontraba. Vi como diez hasta que me distraje hablando con Paula sobre la cantidad de gente que ingresó en ese momento. Todos iban al stand del Bafici a buscar sus programas con tapas celestes y leían sobre lo que podían ver. Cosa que tendríamos que haber hecho nosotras desde un principio y no elegir tan al azar. Igualmente, casi todos hacían lo mismo: ponían cara de leer atentamente, comentaban unas pocas palabras con su par y decían “bueno vamos a ver qué hay” (sé exactamente las palabras porque mi amiga sabe leer los labios casi a la perfección). Estuvimos sentadas ahí más de una hora. Pensamos en la idea de hacer un happening, aunque no sabíamos cómo. Pero sí había mucha gente como para hacerlo y de hecho, por mi experiencia podía decir que también había mucha para observarlo. A la gente le gusta ver. Todo el tiempo. Miran y se miran. Van a un festival a ver cine independiente y ser parte de otra película, de otro mundo. Somos actores, aunque anónimos, hasta para la persona que tenemos al lado. Los protagonistas son nuestros ojos.